20 de junio de 2004

Epístola triste a un corazón alegre

Querida Bea:
Me cuentan que te estás yendo, poco a poco, de entre nosotros, tranquila y amable como siempre, dulce y alegre aun en este aciago último paso del pedregoso camino de la vida.
Si las lágrimas me lo permiten, haré buena mi convicción de que los halagos y los reconocimientos hay que hacérselos a los vivos y no a los muertos.
Podría trazar una biografía de tu persona que muchos no creerían (a mí a veces incluso me cuesta, en este fango suicida que es el mundo, donde la bondad es una hazaña), podría, digo, intentar resumir la historia de una heroína anónima de la posguerra, de otra hija más del hambre y la miseria que se abrió paso entre puñaladas del destino y servidumbres mal remuneradas. No contaré esa historia, no tengo fuerzas y los dedos me tiemblan, pero sí quiero contar tu secreto: Haber mantenido siempre tu corazón lejos de las inmundicias de los hombres, intacto de necias envidias y rencores, libre de deudas malsanas. Está tan lleno de alegría que nada malo puede albergar.
Quisiera que supieras que de entre los primeros recuerdos de mi vida, de entre esa nebulosa que son los recuerdos de la infancia temprana, guardo el estar en tus brazos junto a mi madre, tu sonrisa, tu calor, tu olor, las palabras indescifrables pero bonitas y cariñosas. Y la luz, aquella luz inmensa y viva que te bañaba como a un ángel, como ese ángel que siempre has sido para mi.
Qué solos nos quedaremos, querida Bea, qué solos nos quedaremos sin tu corazón alegre.