Un mal sueño
Me acabo de despertar hace un rato y aún me dura el estremecimiento. Hoy he tenido una pesadilla horrible, horrible de verdad.
He soñado que era lunes y que me levantaba a las siete de la mañana, aunque en rigor no era mañana porque el alumbrado público funcionaba a plena potencia y el cielo era oscurísimo. Como un muñeco sin alma propia, me dirigía al cuarto de baño, creo recordar que echaba un pis prolongado, y después me sometía sin voluntad al torrente tibio de una ínsipida ducha. Esto y encontrarme en la fría calle con apenas un café en el estómago fue cuestión de segundos.
No recuerdo que ropa llevaba, pero sí recuerdo la tormentosa sensación de haber vivido aquello miles de veces, de haber andado por las mismas aceras hasta una boca de metro extrañamente familiar. Había mucha gente en el vagón, demasiada, tampoco recuerdo especialmente el rostro de nadie pero sé que cualquiera era tan inexpresivo como el mio.
No pensaba nada, no me distraía en nada. No sé si pasé así minutos u horas. Sólo acuden a mi retazos de ruidos mecánicos en el vagón y olores variopintos y soeces. Más tarde, arrastrado por la riada de cuerpos anónimos de todos los tamaños y colores, era escupido de nuevo a la calle. Comenzaba a amanecer y yo esperaba un autobús que no llegaba nunca al final de una larga cola. ¿Para qué estaba allí? No sabía la respuesta a mi pregunta, pero sí sabía adónde debía ir y cómo.
El viaje en autobús es lento, denso y borroso como la niebla gélida que rodea todo. Tampoco sabría decir si estuve así un rato o media vida. Finalmente llego a un gran edificio, también extrañamente conocido, donde al parecer he de pasar el resto del día, hasta que el tímido sol de invierno vuelva a ocultarse. Paso los controles de acceso y recorro los impersonales pasillos como si hubiera estado allí siempre. Ocupo sin vacilar mi puesto, arranco la computadora que me ha sido asignada y me registro en el sistema de red. No sé por qué estoy allí y tampoco por qué voy a pasar las siguientes nueve horas de mi vida en ese lugar tan espépentico y absurdo. Hay también mucha gente, mucha, algunos me hablan y yo les respondo, pero las conversaciones son para mi ininteliglibes, carentes de un código con sentido. No sé cual labor realizo ni con qué fin, pero lo hago tan rápido y efectivamente como me es posible. Al fin salgo cuando el sol empieza a declinar. De la misma manera mecánica como llegué vuelvo mi celda, ya de noche.
Ha sido en ese momento cuando me he despertado angustiado de tan cruel artificio onírico. Al caer en la cuenta de que estaba en mi casa me he tranquilizado. Se me ha abierto el apetito y mientras me preparaba un piscolabis en la cocina, me he sentido afortunado por que todo esto haya sido simplemente eso, un mal sueño.
He soñado que era lunes y que me levantaba a las siete de la mañana, aunque en rigor no era mañana porque el alumbrado público funcionaba a plena potencia y el cielo era oscurísimo. Como un muñeco sin alma propia, me dirigía al cuarto de baño, creo recordar que echaba un pis prolongado, y después me sometía sin voluntad al torrente tibio de una ínsipida ducha. Esto y encontrarme en la fría calle con apenas un café en el estómago fue cuestión de segundos.
No recuerdo que ropa llevaba, pero sí recuerdo la tormentosa sensación de haber vivido aquello miles de veces, de haber andado por las mismas aceras hasta una boca de metro extrañamente familiar. Había mucha gente en el vagón, demasiada, tampoco recuerdo especialmente el rostro de nadie pero sé que cualquiera era tan inexpresivo como el mio.
No pensaba nada, no me distraía en nada. No sé si pasé así minutos u horas. Sólo acuden a mi retazos de ruidos mecánicos en el vagón y olores variopintos y soeces. Más tarde, arrastrado por la riada de cuerpos anónimos de todos los tamaños y colores, era escupido de nuevo a la calle. Comenzaba a amanecer y yo esperaba un autobús que no llegaba nunca al final de una larga cola. ¿Para qué estaba allí? No sabía la respuesta a mi pregunta, pero sí sabía adónde debía ir y cómo.
El viaje en autobús es lento, denso y borroso como la niebla gélida que rodea todo. Tampoco sabría decir si estuve así un rato o media vida. Finalmente llego a un gran edificio, también extrañamente conocido, donde al parecer he de pasar el resto del día, hasta que el tímido sol de invierno vuelva a ocultarse. Paso los controles de acceso y recorro los impersonales pasillos como si hubiera estado allí siempre. Ocupo sin vacilar mi puesto, arranco la computadora que me ha sido asignada y me registro en el sistema de red. No sé por qué estoy allí y tampoco por qué voy a pasar las siguientes nueve horas de mi vida en ese lugar tan espépentico y absurdo. Hay también mucha gente, mucha, algunos me hablan y yo les respondo, pero las conversaciones son para mi ininteliglibes, carentes de un código con sentido. No sé cual labor realizo ni con qué fin, pero lo hago tan rápido y efectivamente como me es posible. Al fin salgo cuando el sol empieza a declinar. De la misma manera mecánica como llegué vuelvo mi celda, ya de noche.
Ha sido en ese momento cuando me he despertado angustiado de tan cruel artificio onírico. Al caer en la cuenta de que estaba en mi casa me he tranquilizado. Se me ha abierto el apetito y mientras me preparaba un piscolabis en la cocina, me he sentido afortunado por que todo esto haya sido simplemente eso, un mal sueño.
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