4 de junio de 2004

Palabras como hachas de guerra

Ayer, o antes de ayer, regresé del trabajo por el mismo itinerario de siempre (ése que me hace morir un poco más cada día) y al bajar al mismo andén del metro donde suelo coger el mismo vagón de todos los días, me encontré a un anciano con grandes gafas, sentado en un banco, garabateando nerviosamente en una cuartilla con un pequeño lapicero. Me senté a su lado, quizá por curiosidad, quizá por aburrimiento, y de reojo comprobé que aquel anciano anotaba reflexiones y comentarios que le sugería un libro que tenía entreabierto, del cual no pude averiguar el autor ni el título. Sólo pude interceptar una frase de aquella obra que parecía una recopilación de aforismos antes de que llegara el metro. El hombre continuó con su escritura, con su trazo nervioso y letra redonda, mientras yo subía al mismo vagón de siempre. Ni siquiera levantó la vista de su cuartilla y su libro, ajeno al trasiego de gente, a los ruidos, a los malos olores del subsuelo, a las flamantes pantallas de televisión que han tenido a bien instalarnos (para tenernos bien rodeados, para freirnos a anuncios en el ir y venir de nuestros trabajos, para que no olvidemos las consignas, para que no se nos ocurra pensar o imaginar ni siquiera en las profundidades de la tierra), ajeno también a mí, una célula más del obeso y atrofiado cuerpo de la civilización.

¿Sabéis que decía la frase que pude leer en el libro de aquel anciano?

"No es malo morir, sino morir mal, como no es bueno vivir, sino vivir bien"

Que aproveche.