Sopor... pero del bueno
Qué pocas cosas tan mágicas tiene el verano como este sopor que medio sufrimos, medio disfrutamos los que hemos de enfrentarnos a abrasadoras temperaturas en esta época del año.
Pues en este sopor me encontraba yo, cuando he encontrado consuelo en el recuerdo espontáneo de Pedro, el que fuera mi profesor de Filosofía en el último curso de bachillerato. De él sólo puedo decir cosas maravillosas, pero para no parecer exageradamente sentimentaloide y afectado, resumiré su genial carácter en una tierna anécdota: Después de explicarnos a la perfección a San Agustín, pasamos, como correspondía al temario, a Santo Tomás. A Pedro le ocupó Santo Tomás una sola clase, donde condensó los conceptos necesarios para defendernos en el examen de acceso a la Universidad. Cuando sonó el timbre que marcaba el final de la clase, el profesor, exhausto, nos miró como con compasión y dijo: Es que Santo Tomás es muy difícil.
Esto no tendría gracia alguna si no os contara también que, años después, viendo la televisión, descubrí por casualidad que Pedro, mi viejo profesor, era un teólogo dominico. Lo poco o lo mucho que sepa de Historia del Pensamiento se lo debo casi en exclusiva a él, a un perro del Señor (Domini canes, se hacían llamar antaño) sin hábito que daba clases en un instituto público de barrio con alegría y humildad, a la vez que publicaba libros y era invitado a debates en televisión, cuando en televisión había debates. Pero nosotros, sus alumnos, de esto último nada sabíamos. Nos parecía un entrañable señor mayor que contaba la Filosofía como otros ni alcanzan a imaginar.
Un día, en clase, una compañera se dormía y casi andaba dando cabezazos bajo el peso del materialismo dialéctico de Marx. Pedró se percató de la somnoliencia de su alumna y la reprendió con dulzura:
-Evita, guapa, ¿qué te pasa?
-Que estoy con el sopor...-respondió.
Todo el aula estalló en carcajadas, profesor incluido.
-Bueno -apostilló Pedro-, mientras no esté usted con el sopor aeternus, vamos bien.
Pues eso. Que mientras no sea aeternus, viva el sopor.
Pues en este sopor me encontraba yo, cuando he encontrado consuelo en el recuerdo espontáneo de Pedro, el que fuera mi profesor de Filosofía en el último curso de bachillerato. De él sólo puedo decir cosas maravillosas, pero para no parecer exageradamente sentimentaloide y afectado, resumiré su genial carácter en una tierna anécdota: Después de explicarnos a la perfección a San Agustín, pasamos, como correspondía al temario, a Santo Tomás. A Pedro le ocupó Santo Tomás una sola clase, donde condensó los conceptos necesarios para defendernos en el examen de acceso a la Universidad. Cuando sonó el timbre que marcaba el final de la clase, el profesor, exhausto, nos miró como con compasión y dijo: Es que Santo Tomás es muy difícil.
Esto no tendría gracia alguna si no os contara también que, años después, viendo la televisión, descubrí por casualidad que Pedro, mi viejo profesor, era un teólogo dominico. Lo poco o lo mucho que sepa de Historia del Pensamiento se lo debo casi en exclusiva a él, a un perro del Señor (Domini canes, se hacían llamar antaño) sin hábito que daba clases en un instituto público de barrio con alegría y humildad, a la vez que publicaba libros y era invitado a debates en televisión, cuando en televisión había debates. Pero nosotros, sus alumnos, de esto último nada sabíamos. Nos parecía un entrañable señor mayor que contaba la Filosofía como otros ni alcanzan a imaginar.
Un día, en clase, una compañera se dormía y casi andaba dando cabezazos bajo el peso del materialismo dialéctico de Marx. Pedró se percató de la somnoliencia de su alumna y la reprendió con dulzura:
-Evita, guapa, ¿qué te pasa?
-Que estoy con el sopor...-respondió.
Todo el aula estalló en carcajadas, profesor incluido.
-Bueno -apostilló Pedro-, mientras no esté usted con el sopor aeternus, vamos bien.
Pues eso. Que mientras no sea aeternus, viva el sopor.
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