17 de octubre de 2004

Agridulce

Nunca he podido considerarme un escritor, pues un escritor, lo que habitualmente entendemos por tal, es un individuo que escribe historias con cierta asiduidad y en cualquier circunstancia. Sin embargo, yo, como muchos otros, suelo escribir cuando estoy triste. Cuando estoy alegre, el cuerpo me pide otras cosas: salir, andar, hablar con la gente, viajar. Escribir no puede ser para mi un oficio ni una necesidad sobre todas las cosas: es simplemente una terapia, un jarabe agridulce que ayuda a curar los catarros del alma.

Hoy, como ayer, como antes de ayer, estoy triste, pero no he podido escribir una sola línea. En estos días miles de ideas se han agolpado en mi cabeza, pero no he sido capaz de trasladarlas a palabras. ¿Qué ocurre? ¿A qué se debe esta parálisis, este silencio que tanto me incomoda?

Al final he llegado a la conclusión de que no estoy tan triste como creo. Mejor dicho, aparte de la tristeza, experimento una sincera y positiva alegría, derivada paradójicamente del mismo hecho que provoca la desazón. ¡Qué curiosos los vericuetos de la vida!

Ahora me he propuesto no ceder ante la pesadumbre. Lo contrario sería puro egoismo. Estoy contento porque al fin un gran amigo se ha desecho de un lastre que le impedía seguir creciendo como persona y sé que ahora está en paz consigo mismo. Anoche los ojos le brillaban como hacía mucho tiempo... ¿Cómo estar triste, entonces?

Te vamos a echar mucho de menos y nos vamos a sentir muy vacíos sin tu compañía, querido amigo. Pero quiero brindar contigo y darte la enhorabuena. Sólo deseo vivir largo tiempo disfrutando de tu amistad, aunque ya no sea diaria y cotidiana, para poder devolverte algún día algo de lo mucho que te debo.