15 de enero de 2005

Al fondo

Ella estornudó voluptuosamente. El rapé le trajo recuerdos de su infancia, y, por malos que hubieran sido aquellos años, se sintió tocada por la larga varita de la nostalgia.
Truman Capote, Una casa de flores (1951).

Entré en el último bar, ya casi concluido mi periplo nocturno por la callejuelas húmedas y grises del centro. Apenas había luz en el antro, quizá para ahorrar, quizá para disimular la suciedad, quizá para que los últimos borrachos que aún quedábamos más o menos en pie tomarámos conciencia de que aquellos eran ya los postreros instantes de tregua, antes de que volviéramos a buscarnos la vida al frío de la desocupada y resacosa madrugada.
Andé, me tambaleé hasta el fondo, y traté de encaramarme a un alto taburete mientras balbuceaba al indolente camarero pidiéndole otro whisky con soda que nunca me serviría. En el esfuerzo de no dejarme caer del taburete, y de no dejar caer tampoco la poca dignidad que me quedaba, fue cuando me di cuenta de que él estaba a mi lado, mirándome con una media sonrisa mientras acariciaba un vaso vacío. Era pálido como siempre le había recordado, medio rubio, medio canoso, con esa mirada de pillo adolescente que ni las drogas ni la fama pudieron nunca arrebatarle. Se tocó el ala de su sombrero a modo de saludo. Sólo acerté a decirle:
-¿Valió la pena?
Su media sonrisa se hizo sonrisa entera y me susurró:
-Of course.
Se levantó de su taburete, cogió su chaqueta de color vainilla y tocó mi hombro con ternura, casi con camaradería. Truman desapareció entre el humo, como un ángel ascendiendo entre las nubes.
Fue entonces cuando, pese a reconfortarme, me sentí tocado por la larga varita de la nostalgia.